Entendemos
por movilidad social la situación según la cual cuando somos adultos y como
consecuencia de nuestro desarrollo pertenecemos a un nivel social diferente al
que pertenecían nuestros padres y en el que habíamos nacido.
La
movilidad social que había aumentado en las décadas anteriores se ido
reduciendo y en la actualidad podemos decir que las posibilidades de
ascenso de los jóvenes actuales son menores que las que teníamos sus padres.
A
partir de la industrialización que se produce en España en los años 60, los
trabajadores del campo o los pequeños autónomos del momento pudieron pensar que
su hijo podía ir a la universidad y no ser panadero –por ejemplo- como por
tradición lo había sido su padre, su abuelo, su bisabuelo…
Y
esto se produce fundamentalmente por el mayor y mejor acceso al factor más
determinante en el aumento de la movilidad social: la educación.
La educación
es el aspecto que más ayuda a romper el “antiguo régimen” de las herencias
profesionales que para bien de algunos y para mal de muchos encasillaban al
hijo del médico como médico y al hijo del jornalero como jornalero. Sin embargo
no es el único factor.
Si
bien el nivel educativo es condición necesaria no es condición suficiente, ya
que en las mismas condiciones de formación, los hijos de quienes ya tienen un
estatus superior tienen más posibilidades de acceder a ese mismo estatus
gracias a los contactos, a las redes sociales que se crean entre los
individuos: no es lo mismo comenzar de cero que ser “el hijo de”. Por eso,
junto a la educación necesaria, es también necesario establecer un sistema de
acceso que se centre en la preparación de cada candidato y no en su pedigrí.
Las
medidas tomadas en Europa frente a la crisis han repercutido negativamente en
esta movilidad social porque precisamente han reducido los aspectos que se
consideran fundamentales para que se amplíe: fomentar la igualdad de
oportunidades independientemente del punto de inicio de cada uno. O lo que lo
mismo: mejorar la educación primaria para evitar que se creen desventajas en
función de la familia de la que se procede, aumentar la seguridad de las
familias para que no sea necesario abandonar los estudios, aumentar las becas
para que nadie con capacidades y trabajo se quede sin formación.
Algunos
-más prácticos que el resto- se preguntarán ¿qué necesidad tenemos de hacerlo?
Pues bien, podemos hacerlo por justicia o por egoísmo.
Ya
Aristóteles hablaba de lo que él llamaba justicia distributiva: la que velaba
porque todas las personas pudieran disfrutar y acceder a una serie de bienes
imprescindibles como podía ser la educación o la alimentación, concepto que se
asume en los Derechos Humanos. Pero si aún así nos cuesta aceptar la
redistribución de la renta necesaria para favorecer la movilidad, el egoísmo
–peor visto, menos altruista, pero más consustancial al ser humano- puede
ser otro motivo para buscar esta movilidad.
Pertenecer
a una familia que por sus características formativas o económicas imposibilitan
el acceso a una formación superior no significa carecer de un alto nivel de
capacidades que bien encauzadas en el proceso educativo nos favorezcan en un
futuro a todos. O sea, vamos a ser egoístas y no desperdiciemos las
potencialidades de quien no puede acceder a los estudios por falta de medios,
porque su acceso traerá un rendimiento positivo para toda la sociedad.
Rendimiento positivo en contra de quien con mucha menos capacidad puede hacer
tres veces el mismo curso porque se lo puede pagar y puede trabajar no porque lo valga, sino porque
su padre es…
No podemos dejar que algo tan circunstancial como nacer
donde has nacido pueda determinar tu vida para siempre.
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