jueves, 5 de noviembre de 2015

¿DÍA DE DIFUNTOS?

Decía el filósofo Epicuro que el ser humano no debe preocuparse por la muerte: cuando estoy vivo no existe la muerte y cuando estoy muerto no existo yo.
Comparto la segunda afirmación aunque no tanto la primera: sólo podemos hablar con sentido de estar vivos, si frente a ella, junto a ella, con ella; está la muerte. Como personas con una vida en un mundo material –aunque puedas creer que tras la muerte hay otra-, la inmensa mayoría sólo afirmamos esta vida enfrentándola a la muerte.
Por eso –y contra lo que decía Epicuro-, morirse es lo más intrínseco a estar vivo. La muerte marca la vida y le da sentido. Entendiendo por “sentido” que nuestras acciones, nuestros planes o nuestras esperanzas sólo se entienden en un contexto marcado por el fin de nuestra existencia.
Con los años nos vamos dando cuenta de que “por mucho que me quede, me queda poco”, pero en general ocultamos y nos ocultamos a nosotros mismos que nos vamos a morir, aunque de una forma u otra, disfrazado, escondido tras los símbolos, nuestro fin esté ahí presente.
Día de difuntos. Recuerdos, emociones, historias en familia, flores, visitas a las tumbas. ¿Para quién son las flores que adornan nuestros cementerios? No para los difuntos.
Supongo que Epicuro estaría de acuerdo conmigo: recuerdos, emociones, historias en familia, flores y visitas,  son todas cosas de vivos.
Las lápidas limpias, los adornos, los faroles, no son tributos a los muertos. Son una forma de mostrar la soledad, la añoranza, lo vacía que nos quedó la vida. Quizá también una forma de conjurar nuestros remordimientos, de compensar las visitas que no hicimos o de querer mostrar ante todos que sufrimos más porque nuestro ramo es más grande.
Por unos días convertimos las tumbas en un jardín por el que pasear con nuestras mejores galas, paseamos entre aromas agradables mientras recordamos sus vidas y sus muertes, nos reencontramos con hijos, nietos, antiguos vecinos… Convertimos en atractivo lo que el resto del año es soledad, vacío, silencio sólo interrumpido por alguna que otra visita que sigue quitando hierbas y llevando alguna flor también durante el año.
Lo hacemos, como si quisiéramos convertirlo en un lugar deseable, en una especie de feria anual en la que trasformamos nuestros cementerios, los disfrazamos para convivir de forma más llevadera con la muerte. Porque en el fondo, incluso sin darnos cuenta, penamos por los caminos del cementerio  pensando que tarde o temprano ese será nuestro lugar.
Me dirán que estoy lúgubre, tétrico. Pero estos sentimientos negativos que provoca hablar de nuestra muerte no son sino mecanismos de defensa que ocultan la incapacidad o el miedo para asumir nuestra condición humana, que al menos de alguna forma termina aquí.
No es fácil. No es fácil asumir la separación definitiva, la ausencia inevitable, el deterioro progresivo, la frustración quizá inmediata de todos nuestros planes. No es fácil asumir el fracaso de todo lo que he querido, el descalabro de todos mis proyectos, aceptar que soy –excepto para unos pocos- absolutamente accidental y prescindible. Y lo disfrazo.
Lo disfrazo con lápidas y panteones, con conversaciones cargadas de alabanzas, reconstruyendo historias de cuando el abuelo nos llevaba en el tractor y nos traía los primeros melocotones. Pero todo esto son cosas de vivos. De vivos que quieren pensar que de alguna forma lo seguirán estando cuando al menos alguien los recuerde. Pero “estar de alguna forma” es no estar, porque -como diría Epicuro- “cuando estás muerto ya no estás”.
¿Día de difuntos? Día de los que todavía no lo somos.

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