Decía el filósofo
Epicuro que el ser humano no debe preocuparse por la muerte: cuando estoy vivo
no existe la muerte y cuando estoy muerto no existo yo.
Comparto la segunda
afirmación aunque no tanto la primera: sólo podemos hablar con sentido de estar
vivos, si frente a ella, junto a ella, con ella; está la muerte. Como personas con
una vida en un mundo material –aunque puedas creer que tras la muerte hay
otra-, la inmensa mayoría sólo
afirmamos esta vida enfrentándola a la muerte.
Por eso –y contra lo
que decía Epicuro-, morirse es lo más intrínseco a estar vivo. La muerte marca
la vida y le da sentido. Entendiendo por “sentido” que nuestras acciones,
nuestros planes o nuestras esperanzas sólo se entienden en un contexto marcado
por el fin de nuestra existencia.
Con los años nos vamos
dando cuenta de que “por mucho que me quede, me queda poco”, pero en general
ocultamos y nos ocultamos a nosotros mismos que nos vamos a morir, aunque de
una forma u otra, disfrazado, escondido tras los símbolos, nuestro fin esté ahí
presente.
Día de difuntos.
Recuerdos, emociones, historias en familia, flores, visitas a las tumbas. ¿Para
quién son las flores que adornan nuestros cementerios? No para los difuntos.
Supongo que Epicuro estaría
de acuerdo conmigo: recuerdos, emociones, historias en familia, flores y visitas,
son todas cosas de vivos.
Las lápidas limpias,
los adornos, los faroles, no son tributos a los muertos. Son una forma de
mostrar la soledad, la añoranza, lo vacía que nos quedó la vida. Quizá también
una forma de conjurar nuestros remordimientos, de compensar las visitas que no
hicimos o de querer mostrar ante todos que sufrimos más porque nuestro ramo es
más grande.
Por unos días
convertimos las tumbas en un jardín por el que pasear con nuestras mejores
galas, paseamos entre aromas agradables mientras recordamos sus vidas y sus
muertes, nos reencontramos con hijos, nietos, antiguos vecinos… Convertimos en
atractivo lo que el resto del año es soledad, vacío, silencio sólo interrumpido
por alguna que otra visita que sigue quitando hierbas y llevando alguna flor
también durante el año.
Lo hacemos, como si
quisiéramos convertirlo en un lugar deseable, en una especie de feria anual en
la que trasformamos nuestros cementerios, los disfrazamos para convivir de forma
más llevadera con la muerte. Porque en el fondo, incluso sin darnos cuenta,
penamos por los caminos del cementerio
pensando que tarde o temprano ese será nuestro lugar.
Me dirán que estoy
lúgubre, tétrico. Pero estos sentimientos negativos que provoca hablar de
nuestra muerte no son sino mecanismos de defensa que ocultan la incapacidad o
el miedo para asumir nuestra condición humana, que al menos de alguna forma
termina aquí.
No es fácil. No es
fácil asumir la separación definitiva, la ausencia inevitable, el deterioro
progresivo, la frustración quizá inmediata de todos nuestros planes. No es
fácil asumir el fracaso de todo lo que he querido, el descalabro de todos mis
proyectos, aceptar que soy –excepto para unos pocos- absolutamente accidental y
prescindible. Y lo disfrazo.
Lo disfrazo con lápidas
y panteones, con conversaciones cargadas de alabanzas, reconstruyendo historias
de cuando el abuelo nos llevaba en el tractor y nos traía los primeros
melocotones. Pero todo esto son cosas de vivos. De vivos que quieren pensar que
de alguna forma lo seguirán estando cuando al menos alguien los recuerde. Pero
“estar de alguna forma” es no estar, porque -como diría Epicuro- “cuando estás
muerto ya no estás”.
¿Día
de difuntos? Día de los que todavía no lo somos.
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