Cuando en el siglo XIX se comenzaron a incorporar las
máquinas a la producción industrial y en pocas horas se fabricaba lo que a un
artesano le costaba días, algunos intelectuales pensaron que era el inicio de
una nueva sociedad. Una sociedad en la que las personas podrían disfrutar más
de su tiempo, vivirían más tranquilas y no tendrían que dedicar tanto tiempo al
trabajo.
En parte acertaron –las jornadas
laborales son mucho más reducidas-, pero paradójicamente la sociedad de
internet, del teléfono, del AVE, de las autopistas, la sociedad en la que te
cuesta veinte minutos un desplazamiento que antes costaba varias horas, la
sociedad en la que puedes trasmitir y recibir información de cualquier parte
del mundo sin esperar apenas un segundo, es también la sociedad del estrés, las
prisas, el “llego tarde” y el “nunca tengo tiempo”.
Este agobio crónico en el que
vivimos muchas personas en la actualidad responde a una serie de vicios en
nuestras actuaciones y a una serie de prejuicios sobre la utilización del
tiempo: Vicios y prejuicios presentes tanto en la planificación del tiempo de
estudio como en la vida cotidiana..
Realizo varias tareas al mismo
tiempo. Si no me centro en una actividad no puedo concentrar mi mente y mis
esfuerzos en solucionar un problema o en realizar una acción. Cuantas más
tareas simultáneas realizo menos eficiente soy, tengo que esforzarme más para
conseguir menos, tengo que realizarlas deprisa para poder dedicarme a todas y
acabo frustrado porque son escasas las actividades que termino correctamente.
No sé aislarme para evitar
interrupciones. Las constantes interrupciones restan también eficacia a mis
actos al mismo tiempo que le añaden estrés. Buscar el lugar y el momento
apropiado es sinónimo de menos tiempo de trabajo para mayor perfección. Por
muchas prisas que tenga no es más inteligente comenzar a trabajar a media tarde
con los niños jugando alrededor que esperar a que se vayan a la cama y poder
dedicar mis esfuerzos de forma continuada.
Quiero hacer más cosas de las que
son posibles en un tiempo determinado. Si tengo dos horas antes de llegar a una
cita pienso realizar una actividad en ese tiempo, si acabo media hora antes, en
lugar de ir paseando tranquilamente, comienzo otra actividad que tengo que
realizar a todo correr y que me obliga a ir también corriendo a mi cita.
No sé determinar qué es lo más
importante en cada momento. Uno de los aspectos fundamentales para organizar
bien mi tiempo es saber distinguir lo importante de lo que no lo es tanto. Si
no soy capaz de distinguirlo comienzo múltiples tareas que voy abandonando
cuando surgen otras o me dedico a actividades que me quitan el tiempo necesario
para solucionar lo principal.
Me dedico a actividades inútiles
o sin solución. A veces nos obsesionamos con un tema que escapa a nuestro
control o a nuestra actividad pero sin embargo continuamos dedicándole tiempo y
esfuerzo porque consideramos que dejarlo es rendirnos o fracasar. Hay que saber
diferenciar lo que entra dentro de nuestras posibilidades y lo que escapa a
ellas.
Trabajo demasiadas horas. Parece
que una persona más ocupada es más efectiva, pero no es así. Una persona más
efectiva es la que mejor se organiza y una parte importante de esa organización
es el descanso ya que nos ayuda a afrontar los problemas con nuevas energías,
una mente y un cuerpo descansados.
Si trabajo más deprisa aprovecho
mejor el tiempo. Trabajar más deprisa implica ponerme más nervioso y no
realizar mis actividades correctamente, lo cual significa desaprovechar el
tiempo.
Las prisas no son buenas
consejeras, el tiempo es limitado y mis metas también deben de serlo. El tiempo
es mi vida y una vida con calidad no es compatible con una “aceleración
crónica”.
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