martes, 10 de septiembre de 2013

¿HABLAMOS?

El lenguaje es evidentemente una de las características más específicas de la especie humana. No sólo es un complejo sistema de comunicación, sino que también nos capacita para abstraer y conceptualizar. Sin embargo en este contexto, el uso del lenguaje también puede constituir una fuente de problemas en nuestra convivencia diaria. 
Esos problemas están relacionados con la indefinición de algunos conceptos. 
Está claro de qué hablamos cuando nombramos una mesa, pero ¿está tan claro a qué nos referimos cuando expresamos términos como bien o verdad? Si mi hijo va a ver una película porque le he dicho que está bien, puede volver diciendo ¿cómo puedes decirme que estaba bien?: nuestro concepto de película buena es muy diferente. 
Si nos referimos a valoraciones éticas todavía el tema se nos complica más. “Es un buen amigo”: ¿porque está en los malos momentos o porque es mayor de edad y me compra el ron que yo no puedo comprar? Incluso si me refiero al mundo físico -a mi vida- como “la realidad”, algunos filósofos y casi todas la religiones me dirán que la verdadera realidad no es ésta sino la “Vida” que vendrá tras la muerte. 
Los científicos naturales se dieron cuenta que sin un lenguaje preciso la ciencia era imposible: nadie duda del significado de una multiplicación o del significado de los símbolos que aparecen en las fórmulas físicas. Las ciencias humanas sin embargo no sólo han tardado más en aplicar este lenguaje preciso al estudio del hombre, sino que en buena parte siguen pensando que no se puede encerrar al ser humano en estrictas fórmulas. 
La persona escapa, tiene aspectos a los que sólo nos podemos acercar con un lenguaje menos preciso. Esta falta de precisión del lenguaje se acentúa enormemente al combinarse con nuestros mecanismos psicológicos. 
No es lo mismo lo que siento, lo quiero decir, lo que realmente digo y lo que los demás entienden. Una torre de Babel en la que el entendimiento parece imposible: ante una situación me puedo sentir defraudado por otra persona; al mismo tiempo que quiero decírselo, no quiero expresarlo de una forma muy drástica para no perjudicar nuestra amistad; pero como realmente me ha sentado mal, lo digo subiendo el tono y manifestando mi malestar con mis gestos; el otro interpreta que lo que estoy es enfadado y piensa que tengo muy mal carácter porque realmente no sabe porqué me expreso así. 
Al mismo tiempo mi educación, mis experiencias, mis expectativas… hacen que la interpretación de lo que escucho no sea la misma que la intención de quien lo expresa. Lo que para mí pretende ser un comentario intrascendente sobre por ejemplo una borrachera puntual, para la otra persona puede ser muy importante porque sufrió el alcoholismo en su casa. 
De ahí que la raíz de muchos de nuestros problemas en las relaciones cotidianas estén producidos no por un problema real, sino por un problema lingüístico de expresión y de interpretación. Evidentemente no podemos comunicarnos con signos inequívocos, la imprecisión es consustancial a la comunicación humana y por tanto de alguna forma hay que compensarla. Por eso, y aunque parezca contradictorio: “hablando se entiende la gente”. 
Las confusiones, las malas interpretaciones, la imprecisión al fin y al cabo, se resuelve con más lenguaje: explicando mejor las cosas, puntualizando, aclarando las expresiones conflictivas, las intenciones iniciales, la perspectiva desde la cual me expreso o escucho. Sólo procurando la claridad y la precisión, evitaremos en muchas ocasiones quedarnos con mal sabor de boca, discutir y enfadarnos por problemas que no son tales.

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